Cuando la inocencia murió, esa noche todos le dieron la espalda…
Cuando aquella niña murió; se encontraba en la sala de su casa… Sola,
abrazando el único recuerdo de su infancia, el oso de felpa que su madre le había regalado cuando tenía siete años.
Aquel oso era rosa y tenía puesto un vestido verde, con delgadas franjas blancas y naranjas; en el ruedo se expandía un carrusel pintado a mano por su abuela, repleto de caballos, como aquellos que se comparan con las agrestes y efímeras olas del mar. Era esto lo único dulce de aquella noche.
Las chiquilla recordaba que aquel vestido lo uso en el parque de cipreses; cuando cayo del tobogán. Teniendo entonces tres años, sus zapatitos de charol color vino y su cabello corto por un experimento de peluquería realizado por su hermano, solo cuatro años mayor.
El aspecto de ella; inefable, nostálgico sin motivo, como si fuese llevada por las alas del viento al país del todo lo divino. El como seguir vagando lejos de allí era lo que rondaba vagamente por el enigmático paisaje de su mente, invadida por la herencia de su madre. Ella intentaba no divagar más y escudriñar a fondo sus memorias, tratando de olvidar esa noche siniestra que la envolvía.
Entonces una luz broto de sus ojos y llego a contemplar la luna; entendiendo que la soledad de ésta, era su única compañía. Esperaba inamovible junto a su oso la llegada de la muerte… no tenia miedo.
- El daño estaba hecho -.
Al ver que la luna se teñía de rojo carmesí, descubría estupefacta la llegada de su momento. Se puso en pie sin soltar el oso de felpa; entonces, por la puerta se aproximo un ser, que no era ni hombre ni mujer. Era la muerte inmortal con su impecable traje negro de verdugo, aun más funesto y amargo que la noche.
La niña apretó con fuerza a su aterciopelada compañía, miro de frente a la muerte sin expresión alguna en el rostro y sin brillo en su mirada, atravesadas por una tiniebla que paradójicamente llegaba a ser sobrecogedora. La habitación se lleno de un suave aroma de azucenas.
La muerte se poso al frente de la pequeña actualmente de once años, mostrando solo sus ojos mismo carmesí de la luna.
Las dos frente a frente; mirada con mirada; quedaron algo así como absortas. La niña estudiaba sin parpadear hasta el último rincón de aquellos ojos que no tenían brillo propio, examinaba hasta el rincón mas intimo de su verdugo. Hablaban sin emitir un solo sonido.
- Inmóviles-
En un soplo de la luna o un relámpago del aire, la muerte se encausó un movimiento rápido y resuelto. Desenvainó su sable y atravesó a la pequeña con la solemnidad de no asentirle resistencia, sin un ápice de dolor.
Sin dejar que su victima tocase el suelo la contuvo en sus brazos. La muerte sonrió, por primera vez, sin frivolidad; con un respeto inconmensurable. La niña no dejo de mirar a la muerte y a esos espectrales ojos, notando que una lágrima rodaba en lo que se suponía era la cadavérica cara de la muerte.
Ahora las dos en el suelo, se contemplaban sin odios, sin dolor en un espacio suspendido, e impenetrable de luz hilada con gotas tibias de inocencia - La parca entretejió su oficio -. Y apoyando el sable sin mancha en el oso de felpa, la muerte se quito la mascara – la verdadera tiniebla de su ser - que cubría su rostro; la pequeña con lo último de la chispa de su vida, sonrió diciendo:
- Sabía que eras tú –
Y entregándole el oso murió. La muerte se dolió y reposo a su lado sintiendo hasta su último latido, tomo su sable y lo envainó de nuevo, acaricio el rostro pálido de la pequeña y estrecho el oso de felpa rosa en sus brazos y dijo:
- Este es el vestido que use en el parque de cipreses… cuando caí del tobogán.
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